miércoles, 27 de enero de 2016

La abuela Higuerita

Con motivo de la celebración del día de San Sebastián y la realización del proyecto de Sebastián Urbano, los niños de 2º hemos leído en la biblioteca el cuento de la Abuela Higuerita, para conocer  un poco del origen de nuestra isla, Isla Cristina.




jueves, 21 de enero de 2016

La biblioteca participará en el programa "Andalucía Profundiza"

Desde la biblioteca del colegio se está preparando un proyecto para participar en el programa "Andalucía Profundiza". En breve se dará más información.

Se enlaza la información sobre el programa referida al curso 2015 / 2016:



miércoles, 13 de enero de 2016

Poesía en el patio

El alumnado de 4º del colegio, con motivo de las jornadas de poesía en el Patio de San Francisco, preparó una serie de trabajos y representaron al colegio en el acto, de manera muy digna.

Os dejamos lo escrito por los/as chicos/as y colgamos algunas fotos...






martes, 12 de enero de 2016

PROYECTO SEBASTIÁN URBANO VÁZQUEZ: La Abuela Higuerita


Mejores LECTORES del primer trimestre


Vamos a tomar unos isntantes para felicitar a los menores lectores del primer trimestre. Desde la biblioteca del colegio se entregó en la pasada fiesta de Navidad un detalle a los/as alumnos/as que mayor cantidad de libros habían leído a lo largo del trimestre. Siendo el 150º aniversario de Alicia en el País de las Maravillas, no podía ser otro:

NATACHA DE LOS SANTOS RODRÍGUEZ 1º 
UNAI FLORES REYES 2º 
AARÓN DE LA CRUZ AGUILERA 3º 
EDURNE NETO ANGULO 4º 
SERGIO JIMÉNEZ MARTÍN 5º 
CARMEN AGUILERA ÁLVAREZ 6º


Desde la Biblioteca os animamos a todos a que sigáis leyendo mucho, pero sobre todo con... ¡ILUSIÓN! 




 

Adaptación de "Los 10 derechos imprescriptibles del lector de Daniel Pennac"

(Como una novela, 1992)  (Adaptación)

1. El derecho a no leer.

Para comenzar, la mayoría de los lectores se conceden a diario el derecho a no leer. Mal que le pese a nuestra reputación, entre un buen libro y una mala película de televisión, la segunda sale ganando.

Estamos rodeados de cantidad de personas del todo respetables, a veces graduadas en la universidad, incluso  pero que no leen, o leen tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de ofrecerles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen muchas otras cosas que hacer a las que le dan más prioridad.

El deber de educar, por su parte, consiste en el fondo en enseñar a leer a los niños, en iniciarlos en la literatura, en darles los medios para juzgar si sienten o no la “necesidad de los libros”.

2. El derecho a saltarse las páginas.

Leí La guerra y la paz por primera vez a los doce o trece años (más bien a los trece, estaba en quinto y bastante adelante). Desde el comienzo de las vacaciones, las largas, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) internarse en esta novela enorme, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace siglos ha perdido la preocupación por su tierra natal. —¿Es tan estupenda? — ¡Formidable! —¿Qué es lo que cuenta? —Es la historia de una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha tenido el don de resumir. Si los editores lo contrataran para redactar sus textos de nos ahorrarían bastante palabrería inútil. —¿Me la prestas? —Te la doy. Yo estaba interno, ése era un regalo inestimable. Dos gruesos volúmenes que me mantendrían entusiasmado durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era del todo idiota (y por lo demás tampoco se ha vuelto) y sabía a ciencia cierta que La guerra y la paz no podía reducirse a una historia de amor, por bien elaborada que fuera. Sólo que conocía mi gusto por los incendios del sentimiento y sabía despertar mi curiosidad mediante la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un “pedagogo, en mi opinión.)  “Una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero”… no veo quién se hubiera podido resistir.
Todavía hoy siento el volumen y el peso de aquellos libros en mis manos. Era la versión de bolsillo, con esa linda cara de Audrey Hepburn a la que miraba embelesado un Mel Ferrer principesco con pesados párpados de muchacho enamorado. Me salté las tres cuartas partes del libro por no interesarme más que el corazón de Natacha. Me interesé en el amor y en las batallas y me salté los asuntos políticos y las estrategias… … Me salté muchas páginas, de veras. Y todos los muchachos deberían hacer otro tanto. De esta manera podrían ofrecerse muy temprano casi todas las maravillas que se consideran inaccesibles para su edad. Si tienen ganas de leer Moby Dick, pero se desaniman ante los desarrollos de Melville sobre el material y las técnicas de la pesca de ballenas, no es necesario que renuncien a su lectura sino que salten, salten sobre esas páginas y, sin preocuparse del resto. Y además incluso cuando hemos crecido, nos ocurre todavía que nos “saltemos páginas”, Digámonos lo que nos digamos, este disgusto testarudo que entonces nos imponemos no pertenece al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.

3. El derecho a no terminar un libro.

Hay treinta y seis mil razones para abandonar una novela antes del final: la sensación de que ya lo hemos leído, una historia que no nos agarra, nuestra desaprobación total de la tesis del autor, un estilo que nos eriza el cabello, o por el contrario una ausencia de escritura¿El libro se nos cae de las manos? Que se caiga. Después de todo, no cualquiera es Montesquieu para poder ofrecerse por encargo el consuelo de una hora de lectura. Sin embargo, entre nuestras razones para abandonar una lectura, hay una que merece que nos detengamos un poco: el vago sentimiento de una derrota. Abrí, leí, y muy rápido me sentí hundido por algo más fuerte que yo. Lo dejo. O más bien lo pongo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con el proyecto vago de volverlo a tomar algún día.. Eso no es un drama, así es. La noción de “madurez” es un asunto curioso en materia de lectura. Hasta cierta edad no tenemos la edad para ciertas lecturas, está bien. Pero, al contrario de las nuevas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos esperan en las estanterías y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos con suficiente “madurez” para leerlos, empezamos de nuevo. Y entonces de dos cosas una: o el encuentro ocurre o es un nuevo fiasco. Quizás lo intentemos de nuevo, quizás no. Pero claro que no es culpa de Thomas Mann el que hasta ahora yo no haya podido alcanzar la cima de su Montaña mágica. La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que la otra… hay allí, entre ella —por grande que sea— y nosotros —por aptos para “comprenderla” que nos consideremos— una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos tenía a distancia, pero seguiremos toda la vida ajenos a la de Musil…
Nps ponemos del lado de la noción muy controvertida del gusto y buscamos dibujar el mapa de los nuestros. Es prudente recomendar a nuestros muchachos esta segunda solución. Tanto más cuanto ella puede ofrecerles ese escaso placer de leer comprendiendo por fin por qué no nos gusta. Y este otro escaso placer: escuchar sin emoción al pedante en turno chillarnos en el oído: —¿Pero cómo es posible que no le guste Stendhaaaaal? Es posible.
4. El derecho a releer.
Releer lo que había rechazado antes, releer sin saltarse una línea, releer desde otro ángulo, releer para verificar, sí… nos concedemos todos estos derechos. Pero releemos sobre todo gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la puesta a prueba de la intimidad.

5. El derecho a leer cualquier cosa.
A propósito del “gusto”, ciertos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran frente a la archiclásica disertación ¿Se puede hablar de novelas buenas y malas? En lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo miran desde un punto de vista ético y no tratan el problema sino desde el ángulo de las libertades.
De golpe el conjunto de sus tareas podría resumirse en esta fórmula: “Claro que no, de ninguna manera, tenemos el derecho de escribir lo que queramos y todos los gustos de los lectores están en la naturaleza, lo que no impide que haya buenas y malas novelas.

Digamos que existe lo que yo llamaría una “literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta el infinito los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos en serie, comercia con los buenos sentimientos y las sensaciones fuertes, salta sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para producir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para liquidar, según la “coyuntura”, del tipo de “producto” que se supone inflamará a tal categoría de lectores. Éstas serán, con seguridad, malas novelas. ¿Por qué? Porque es una literatura en serie, “lista para disfrutarse”, hecha en molde y al que le gustaría apresarnos en el molde. No hay que creer que estas idioteces son un fenómeno reciente, ligado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor, no viene de ayer. Para no citar más que dos ejemplos, la novela de caballería se enterró allí, y el romanticismo mucho tiempo después. Pero como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta
literatura descarriada nos ha dado dos de las más bellas novelas que hay en el mundo: Don Quijote y Madame Bovary. Hay, pues, “buenas” y “malas” novelas.
 Poco a poco nuestros deseos nos llevan a frecuentar a los “buenos”.

6. El derecho al bovarismo (enfermedad textualmente transmisible).
A grandes rasgos, el bovarismo es esa satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación se inflama, los nervios vibran, el corazón se acelera, la adrenalina salta, la identificación opera en todas direcciones, y el cerebro confunde (por un momento)
De allí la necesidad de que recordemos nuestras primeras emociones como lectores y de que le levantemos un pequeño altar a nuestras viejas lecturas, incluyendo las más “tontas”. Desempeñan ellas un papel inestimable: emocionarnos por lo que fuimos al tiempo que nos hacen reír de lo que nos emocionaba. Los jóvenes que comparten nuestra vida sin duda alguna ganarán con ello en respeto y en ternura.

7. El derecho a leer en cualquier parte.
Chalons-sur-Marne, 1971, invierno. Cuartel de la escuela de prácticas de artillería. Durante la distribución matutina de las faenas, el soldado de segunda clase Fulano (matrícula 14672/1, bien conocido de nuestros servicios) se ofrece día a día como voluntario para la tarea menos popular, la más ingrata, la que es asignada frecuentemente como castigo y que atenta contra los honores mejor templados: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas. Todas las mañanas. Con la misma sonrisa (interior). —¿Faena de letrinas? Da un paso al frente: —¡Fulano! Con la gravedad última que precede al asalto, toma la escoba de la que cuelga la bayeta como si se tratase del estandarte de la compañía y desaparece, para gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie lo sigue. El ejército entero se queda a cubierto en la trinchera de las faenas honorables. Pasan las horas. Se le cree desaparecido. Casi se le ha olvidado. Se le olvida. Sin embargo reaparece al terminar la mañana, golpeando los talones para el informe al cabo de compañía: “¡Letrinas impecables, mi cabo!” El cabo recupera bayeta y escoba con una mirada en la que se dibuja una profunda interrogación que no formula jamás (respeto humano obliga). El soldado saluda, da media vuelta, se retira, llevando consigo su secreto. El secreto pesa bastante en el bolsillo derecho de su traje : 1900 páginas que la Pleiade consagró a las obras completas de Nicolás Gogol. Un cuarto de hora de bayeta contra una mañana de Gogol… Cada mañana, desde hacía dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los tronos, encerrado con doble llave, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares.

8. El derecho a picotear.
Yo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear. Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en
cualquier parte y meternos en él por un momento, porque sólo disponemos de ese momento.¿por qué rehusarse el derecho de pasar allí cinco minutos?

9. El derecho a leer en voz alta.
Le pregunto: —¿Te leían cuentos en voz alta cuando eras pequeña? Ella me contesta: —Nunca. Mi padre estaba a menudo de viaje y mi madre demasiado ocupada. Le pregunto: —¿Entonces de dónde te viene ese gusto por la lectura en voz alta? Me contesta: —De la escuela. Feliz de oír que por fin alguien le reconoce algún mérito a la escuela, exclamó alegre: —¡Ah, lo ves! Ella me dice: apenas volvía a casa releía todo en voz alta. —¿Por qué? —Para maravillarme. Las palabras pronunciadas se lanzaban a existir fuera de mí, vivían de verdad. Acostaba a mis muñecas en la cama, en mi lugar, y les leía.

10. El derecho a callarnos.

El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y a nadie se le ha otorgado poder para pedirnos cuentas sobre esta intimidad. Los pocos adultos que me dieron a leer se borraron siempre frente al libro y se abstuvieron de preguntarme lo que yo había entendido. A ellos, claro, yo les hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, les regalo estas páginas.

Ganadadores del concurso de cuentos de "Belén Literario"



 
Raquel Fernández, ganadora del concurso y debajo el cuento ganador


 Alumnos/as con menciones